Más
que una bronca dominguera, de esas que el padre en su papel de
progenitor responsable, da a su vástago adolescente cuando, -a
largas horas de la mañana, con el sol culminando su cenit en un día
que por fin se asemeja a lo que corresponde a estas alturas del año-,
tras una noche toledana que por el olor a ron con miel que despide la
estancia, más debería ser tinerfeña, no acaba de ponerse en pie
tras los tragos y los estragos. El padre apela a su responsabilidad
– a la del hijo- y le recuerda que si bien no hay límite de
llegada, si que los hay de estancia en el lecho, y que si bien es
grande para irse de copas con los amigos, también lo es para
levantarse con la disposición de ayudarle a montar el jardín para
el verano que recién asoma.
Y
de los límites y radares, más que reprimenda hago hoy aviso. Y es
que cuando uno va por la autovía, de esas que nos hicieron durante
las vacas gordas, que nos hicieron parecer europeos y que ahora,
cuando somos pobres, -ya lo éramos antes pero algunos creyeron, con
tanta construcción que no- uno va tranquilo pensando que en la
larga recta, siempre tiene su límite de los ciento veinte, y en las
salidas, uno ve disminuir a cien y a ochenta, o a lo que se tercie,
según la maniobra.
Avisos
de radar encuentra uno por todas partes, pero resulta cómodo
transitar por allí, sobre todo si uno pilló auto nuevo antes de
descubrir nuestra ruina, y el coche tiene uno de esos mecanismos de
bloqueo de la velocidad.
Justamente,
la autovía en que me inspiro, es de esas como tantas otras, que se
hicieron a diestro y siniestro, sin estudios lógicos al respecto
-tanto por los ingenieros como por el personal que toque, o sea sé,
enjabonados varios de esos que todos conocemos- con lo que quiero
decir que el lugar donde se encuentra, la carretera primitiva y el
tránsito habitual de la misma, no necesitaban la susodicha
estructura.
Razón
ésta sin duda para que abunden los radares a la caza de tributo.
Como la mayoría de los conductores andan ya un poco boquerón,
vamos, más secos que la mojama, acostumbran a circular atentos y
obedientes a las señales, y claro, ahí viene donde el padre que
quiere arreglar precisamente hoy ese jardín, convertido en gobierno
dispuesto a cobrar como sea, de manera engañosa, como al azar, pero
muy estratégicamente, coloca un disco de prohibición de cien, justo
antes de uno de esos superpuentes por los que pasan diez o doce
coches al día – vamos, igual de optimizados en rendimiento que la
autovía- y el conductor, todo feliz, entiende que tras él, una
nueva salida espera, cuando en realidad lo que se encuentra, es un
radarcito, de los de toda la vida, con la cámara destellando a toda
leche, y haciendo fotos con un precio en el mercado de artista de
Hollywood, o mejor, de uno de esos de la liga BBVA, que a muchos de
nosotros, nos tiene atontaos. De esos que todavía se pagan como eso,
como si fuéramos ricos, como la multa... he dicho.
Y
por una de esas, hasta te llevan preso.
LLENO TOTAL |
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