Hay
que cumplir con las obligaciones. Todas las personas tenemos
obligaciones que cumplir. Unos más, otros menos. No hay nadie que
quede exento de ellas. Básicamente porque algunas de ellas son
funciones vitales, que si nos negásemos a ejecutarlas, acabaríamos
perdiendo ese derecho a estar aquí, de desde el momento del
alumbramiento todo ser humano se ha ganado.
Hay
que diferenciar como en casi todas las tareas del ser humano, dentro
de las obligaciones podemos diferenciar las que son sí o sí y las
que uno se marca con uno mismo.
Más
de uno estará diciendo que a qué se debe todo este ensayo de a pie
en mi homilia. Pues viene justo a modo de introducción, que hoy me
es muy difícil enviar una parrafada dos punto cero que venga al
quite con todos esos asuntos que lejos de subir mis niveles de
testosterona y embestir con fuerza para poner mi pequeño grano de
arena, en ese amago de desvelo, de demolición de todo lo que
acontece con mis palabras, resulta que los acontecimientos judiciales
de esta semana se me han atragantado en su gran mayoría y aquellos
que han pasado mi gaznate, han producido tal indigestión que
todavía, a las horas que son, intento recuperarme.
Es
por ello que acudo tarde, muy tarde, a mi cita dominical y también
por lo que hacía alusión en mi extraña introducción en este tipo
de trabajos, a las obligaciones de las personas, porque justamente,
la tarea de sermonear cada semana a modo de curilla pogre y rebotado
con el sistema, como aquellos que había antiguamente, allá por el
tiempo de los hippies, que tan buena labor social hicieron, es una de
las obligaciones que tengo marcadas para con mi persona. Sería feo
que si en algún punto del universo dos punto cero existe alguien
interesado en mis homilías o sencillamente se ha acostumbrado a
ellas, se encuentre que el sermón no se encuentra, como si se
tratase de alguno de esos milloncejos que últimamente desaparecen de
las cuentas de alguno de esos que los tienen, y que sin darle más
importancias, no recuerdan que fue de alguna importante cantidad. Yo
recuerdo hasta los céntimos que me ahorro si compro el pan de la
panadería o en el supermercado, una diferencia aproximada del doble
del precio -cuarenta y cinco céntimos para ser exactos- que suponen,
una diferencia a lo largo del año de ciento sesenta y cuatro con
cincuenta al año, cantidad que puede utilizarse por ejemplo, para
para pagar el agua seis meses o la la luz de un mes.
Y
ellos no recuerdan donde metieron algún millón... ¡Qué vergüenza!
No
puedo entender esa obsesión por amasar dinero, y creo que esta falta
de comprensión no se debe al lugar desde donde yo me encuentro. Yo
entiendo perfectamente que todos no tenemos las mismas prioridades,
de la misma forma que las nombradas obligaciones, pero realmente ¿es
necesario tanto? ¿Es necesario robar tanto? A ver, si tenemos una
parte de la población tan sumamente inteligente como para amasar
fortunas tan gigantescas -de manera legal o fraudulenta- , esa misma
inteligencia no les da para pensar que llegado el día, no se van a
quedar ellos aquí para la subasta final? Todo ese dinero, ese que es
más que de sobra para vivir en su mundo de lujos, no les va a servir
para comprar la salud, ni tan siquiera la tópica felicidad.
Realmente ¿Es necesario fomentar de manera tan salvaje la
desigualdad social? ¿Es de recibo tener millones escondidos en un
paraíso fiscal que no tendrán ni ellos ni sus generaciones
posteriores tiempo de gastar mientras con un misero porcentaje
podrían generar formas de sustento para todos aquellos que se les
niega?
Parece
que todas esas cantidades no les dan para comprar un poco de sentido
común, ese que seguro creen tener, pero que ni siquiera conocen.
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