domingo, 19 de mayo de 2013

PAÍS DE CHISTE


Cada días al levantarme y leer la prensa, hago todo lo posible para autoconvencerme que toda esta situación que todos aquellos que formamos parte de los estratos sociales obligados a trabajar estamos padeciendo, no es más que un episodio puntual, aunque no por ello menos traumático para todos nosotros.
Cuando hago el apunte sobre la obligación de trabajar, no es  que en ningún momento pretenda excluir a ningún ciudadano de ese derecho amparado y reconocido constitucionalmente de momento, y digo eso, de momento, porque al paso que vamos, los regímenes bananeros van a ser el top ten de los gobiernos comparándose con el nuestro.
Es obvio que de manera casi súbita estamos perdiendo todo aquello que poco a poco en los últimos años hemos construido y que por diversos factores, no estamos en condiciones reales de luchar contra el sistema opresor que nos merma derechos y nos obliga a comulgar cada día, con ruedas de molino más anchas.  Cada vez se me viene más a la cabeza aquella película protagonizada por Charlton Heston, “Los diez mandamientos”, donde los esclavos hebreos arrastraban gigantescos bloques de piedra destinados a construir las pirámides de los faraones, incluso, si me apuro un poco, podría ver la escena más cercana, a ese Arnau, protagonista de “La catedral del mar” de Falcones, transportando pesadas piedras desde la cantera de Montjuich.  El que un ciudadano en pleno siglo XXI empiece a tener estas ideas es muy peligroso, porque ya no estoy hablando del típico retroceso a los años de la dictadura, sino que hago referencia a unos tiempos anteriores a la sociedad preindustrial, donde,  directamente y en voz alta digo que no había trabajadores –entendiendo que un trabajador es un asalariado- sino esclavos.
Si, es exactamente lo que estoy diciendo, y aunque a algunos les parezca disparatado, a lo mejor esto ayuda a repensarse un poco la realidad y alcances de la situación.  Muchos son los privados de los derechos reconocidos, mientras otros hacen alarde indecente de sus falacias y de la facilidad insolente con la que se zafan de ellas, riéndose a carcajada plena, ¡Qué pena!, se esa sociedad que hasta día de hoy, los sustenta, o lo que es lo mismo, lo aprueba.
Como cambio al tiro de gracia de más de uno daría o autorecibiría, preferimos recurrir, acompañados de esa  tragicómica idiosincrasia que nos vincula, a la socarronería, en el más blanco de los sentidos, y adornamos nuestro desasosiego con algún chiste vinculante al uso como aquel que dice que ninguna de las mujeres de los presuntos sabe nada y en cambio, la de uno, es como Google, que lo sabe todo.

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