Cada días al levantarme y leer la
prensa, hago todo lo posible para autoconvencerme que toda esta situación que
todos aquellos que formamos parte de los estratos sociales obligados a trabajar
estamos padeciendo, no es más que un episodio puntual, aunque no por ello menos
traumático para todos nosotros.
Cuando hago el apunte sobre la
obligación de trabajar, no es que en
ningún momento pretenda excluir a ningún ciudadano de ese derecho amparado y
reconocido constitucionalmente de momento, y digo eso, de momento, porque al
paso que vamos, los regímenes bananeros van a ser el top ten de los gobiernos
comparándose con el nuestro.
Es obvio que de manera casi súbita
estamos perdiendo todo aquello que poco a poco en los últimos años hemos construido
y que por diversos factores, no estamos en condiciones reales de luchar contra
el sistema opresor que nos merma derechos y nos obliga a comulgar cada día, con
ruedas de molino más anchas. Cada vez se
me viene más a la cabeza aquella película protagonizada por Charlton Heston, “Los diez mandamientos”, donde los esclavos hebreos arrastraban gigantescos bloques
de piedra destinados a construir las pirámides de los faraones, incluso, si me
apuro un poco, podría ver la escena más cercana, a ese Arnau, protagonista de “La catedral del mar” de Falcones, transportando pesadas piedras desde la cantera
de Montjuich. El que un ciudadano en
pleno siglo XXI empiece a tener estas ideas es muy peligroso, porque ya no
estoy hablando del típico retroceso a los años de la dictadura, sino que hago
referencia a unos tiempos anteriores a la sociedad preindustrial, donde, directamente y en voz alta digo que no había
trabajadores –entendiendo que un trabajador es un asalariado- sino esclavos.
Si, es exactamente lo que estoy
diciendo, y aunque a algunos les parezca disparatado, a lo mejor esto ayuda a repensarse
un poco la realidad y alcances de la situación.
Muchos son los privados de los derechos reconocidos, mientras otros
hacen alarde indecente de sus falacias y de la facilidad insolente con la que
se zafan de ellas, riéndose a carcajada plena, ¡Qué pena!, se esa sociedad que
hasta día de hoy, los sustenta, o lo que es lo mismo, lo aprueba.
Como cambio al tiro de gracia de
más de uno daría o autorecibiría, preferimos recurrir, acompañados de esa tragicómica idiosincrasia que nos vincula, a la
socarronería, en el más blanco de los sentidos, y adornamos nuestro desasosiego
con algún chiste vinculante al uso como aquel que dice que ninguna de las
mujeres de los presuntos sabe nada y en cambio, la de uno, es como Google, que
lo sabe todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario